Relatoría de las Jornadas de "¡Leer es un derecho!" en Viver
Preguntar, afirmar, exclamar
Viver, 21 de junio, doce y cuatro minutos de la madrugada. Hoy, ya ayer en
realidad, empezó el verano. Afuera, las aguas blancas han dejado de correr. O yo
he dejado de escucharlas. Doce y seis, doce y siete. Siento el tacto rasposo del
suelo en la planta de mis pies y caigo en que es la primera vez en todo el día que
soy consciente de esa parte de mi cuerpo. Hoy apenas caminé, el esfuerzo se
concentró en el otro extremo: en la cabeza, dedicada a captar, asimilar, anotar y
sintetizar lo que se contó aquí, en el marco de las segundas jornadas Leer es un
derecho. Me doy cuenta de que solo pensé en mis pies (que no los sentí) una vez
en todo el día, justo antes de salir de casa. Consulté la previsión del tiempo antes
de escoger calzado, al parecer llovería. Por tanto, zapato cerrado. En el extremo
contrario, cabeza, o mente, abierta.
Doce y veinticuatro. Redactar una relatoría no es fácil. He de confesar que ni
siquiera sabía lo que era hasta el año pasado, cuando Fernando Flores me
propuso realizar esta misma función en las primeras jornadas, celebradas en Oliva,
en la casa de Francisco Brines. La madrugada previa a la clausura le mandé a
Fernando un borrador, toda nerviosa e insegura, porque no tenía ni idea de si eso
que yo había escrito entrelazando las intervenciones de los ponentes con mis
propias intuiciones y vivencias era una relatoría o me había sacado de la manga un
nuevo género periodístico-literario (que tampoco habría estado mal). Pero al final
mi relatoría resultó ser algo bastante parecido a una relatoría de verdad, y supongo
que una prueba de ello es que estoy aquí otra vez.
Este año cuento con esa experiencia a mis espaldas, pero el reto no solo persiste,
sino que siento que dobla su peso y su tamaño. Me pregunto cómo evitar
repetirme, si, como Berta Piñán sugirió anoche, llega un momento en que quienes
escribimos comenzamos a sospechar que siempre le hemos dado vueltas a un
único asunto, y el mío, empiezo ya a resignarme a ello, es el fantasma terco y
luminoso de la duda. Me pregunto, también, cómo dimensionar un texto que, por
su naturaleza, debe construirse sobre el papel (o en la pantalla) apresuradamente,
por mucho que sus cimientos se hayan ido forjando a lo largo de horas de
ponencias, debates, cafés, paseos, también breves descansos y silencios y
algunas (pocas) horas de sueño. Los cimientos están, pero ahora, doce y treinta y
cinco de la madrugada del segundo día de verano, hay que pulirlos, revestirlos,
darles lustre; incluso, si es posible, añadirles una capa adicional que subraye lo
dicho por cada ponente y además brinde la llave de otra puerta no marcada por
un número sino por un signo de interrogación; una puerta tras la que, quizás, haya
otra, y luego otra, y después aún otra más.
Hablo de interrogarnos y de cuestionarnos, pero ¡Leer es un derecho!, el título de
estas jornadas, se presenta entre exclamaciones, como afirmación clara y
reivindicativa, y no entre interrogantes, como correspondería a una pregunta. Sé
que es así, pero lo sé solo desde anoche. Ayer asistí a todas las sesiones
convencida de que el título de las jornadas estaba formulado como pregunta.
Tanto es así que, cuando empecé a escribir este texto de madrugada (un texto
que, a estas alturas, ya os habréis dado cuenta de que está compuesto en varios
espacios-tiempos) con el programa de mano al lado y descubrí que lo que a lo
largo del día para mí habían sido interrogantes eran, en realidad, exclamaciones,
tuve que buscar en internet el título de las jornadas del año pasado, y me llevé
otra sorpresa. No, nadie había cambiado unos signos por otros para estas
segundas jornadas. Las exclamaciones siempre estuvieron ahí, poderosamente
afirmantes.
A lo largo de estos dos días hemos tenido la oportunidad de escuchar propuestas,
relatos en primera persona, convicciones, teorías, alegatos, citas, reflexiones;
algunas, la mayoría, expresadas con vehemencia y convencimiento, porque así,
afirmando con seguridad y firmeza, es como más vigorosamente se agita el caudal
del pensamiento. Pero en realidad, todas esas afirmaciones, algunas exclamativas,
no han nacido de una certeza, sino de una pregunta: ¿es leer un derecho? Si
tuviéramos clara la respuesta, no tanto en el terreno filosófico como en el fáctico,
no estaríamos aquí. Porque en eso consiste, creo, este encuentro de Viver: en
interrogarnos. Incansablemente, obsesivamente. No con el ánimo de firmar unas
conclusiones individuales de las que apropiarnos, sino de construir, entre todos,
alguna conclusión colectiva y, sobre todo, más preguntas que nos ayuden a
avanzar en el terreno del pensamiento, que casi siempre es previo al de la acción.
Una de la madrugada. Hace unas horas me traía Fernando en coche al albergue
de las aguas blancas. Hablábamos de la fortuna de contar con un panel tan
diverso en las jornadas: diverso en visiones, criterios, procedencias y ámbitos.
Durante el día se ha hecho hincapié en lo necesario de tener acceso a múltiples
voces y miradas literarias, y eso es justo lo que ha habido aquí. Es extraño que
esto se dé: tanto si intentamos evitarlo como si no, solemos acabar
relacionándonos en clanes endogámicos que establecen la barrera en los límites,
por ejemplo, de un oficio, a lo sumo de un ámbito profesional en el que varios
oficios similares han generado ciertas conexiones. El espacio equivalente en la
esfera íntima o social serían las llamadas cámaras de eco. En ellas nos
acostumbramos a recibir palmaditas en la espalda en lugar de peros; en lo digital,
las palmaditas son likes y los peros no existen, porque los silenciamos o los
bloqueamos (que no digo que no vaya mal un bloqueo de vez en cuando). Pero
creo que acertaba José García Añón en la presentación de las jornadas al decir
que debemos dejar de dirigir nuestro pensamiento y de tomar decisiones a golpe
de like, los que nos dan y los que damos. Y para eso, concluía, el antídoto es la
lectura.
En esa misma presentación acogida por Vicente Ferrer, alcalde de Viver, María
José Gálvez nos recordaba la necesidad de ir más allá de ese eslogan algo
pasado de moda que hemos escuchado tantas veces y no siempre hemos
cuestionado lo suficiente: ‘leer es bueno’. Vayamos más allá pues: juguemos a
ponerlo entre interrogantes. ¿Leer es bueno? He dicho antes que ‘afirmando con
seguridad y firmeza es como más vigorosamente se agita el caudal del
pensamiento’, pero debo matizar. Quizás solo sea así en apariencia, o en el corto
plazo: una afirmación rotunda, contundente, como las que podrían rotularse en
una pancarta, agita tal vez la acción súbita y directa, pero no tanto el pensamiento
sostenido, madurado, ramificado. Me pregunto, de nuevo, si no será la pregunta
misma la que precipite ese análisis poliédrico que todos y todas aquí, creo,
perseguimos; una persecución que enfrenta, lo hemos comentado, numerosos
escollos relacionados con la digitalización y la dispersión de la atención. Así pues,
¿es bueno leer? ¿Leer qué, leer cómo, leer cuánto, leer quién, leer bajo qué
posibles restricciones o con qué guías interesados? Las preguntas, que son las
que nos han reunido, abren más posibilidades en la imaginación que los eslóganes
cerrados; estimulan el cuestionamiento de las certezas más asentadas, nos
empujan a generar respuestas alocadas e imprevisibles, y esas respuestas son, a
menudo, las que nos acercan unos pasos a algo parecido a la verdad.
Las pocas verdades que cobijamos se han alcanzado con la cooperación y la
superposición de preguntas, respuestas y hallazgos. ‘Cuando creas, siempre
necesitas alimentarte con la mirada del otro’, decía Nadia Hafid en su ponencia
inaugural. Las bibliotecas le permitieron a Hafid descubrir el arte del cómic, y ella
no se cansa de defenderlas como derecho. ‘El acceso a la lectura no puede ser un
privilegio’, nos dijo esta autora que día a día persigue ‘estar viva en las lecturas,
buscar cosas que incomoden’: referencias, autoras, obras que agiten su caudal de
pensamiento, pero también su cuerpo. Hafid devolvió la atención al gran olvidado
de la lectura: el cuerpo. En los últimos años la narrativa ha recolocado al cuerpo
en el centro del discurso, lo ha transformado en motivo de reflexión. Parece que ya
no nos da asco escribir y leer sobre sangres y orines y mocos y flemas y mierda. Y
sin embargo, ¿cuántas de nosotras atendemos al cuerpo lector, o leyente, si
queremos llamarlo así? ¿Qué pasa con él, qué pasa en él cuando leemos? O en
otras palabras, ¿qué pasa con nuestros pies cuando es la cabeza la que trabaja?
Ayer, 20 de junio, fue el día mundial de las personas refugiadas. Un solo día al año
para las 120 millones de personas refugiadas que hay en el mundo. Lo tuvimos
presente gracias a las ponentes de la primera mesa de la jornada, titulada Saber
leer. Paula Carbonell nos narró No, un cuento que grita alto y claro puta guerra.
Begoña Lobo nos estremeció con su experiencia como, podríamos decirlo así,
traductora de microrelatos en historias. Para algunas personas, la oportunidad de
conseguir asilo político depende de cinco líneas: cinco líneas de biografía, menos
que las que cualquier autor presenta en la solapa de su libro; cinco líneas que
condensan el miedo, la esperanza, el agotamiento y la amenaza. Elisa Ferrer nos
trajo las palabras de Agota Kristof, no refugiada pero sí exiliada en unos tiempos y
por unos motivos que nos obligan a equiparar ambos términos.
‘La palabra también puede ser refugio’, apuntó Paula Carbonell. ‘Los cuentos
escuchados te pueden transmitir una verdad que, si te toca el corazón,
permanecerá contigo para siempre’: se convertirá, así, en refugio en el que
cobijarse cuando más falta haga. A través de ejemplos de México, Cuba o la
España de las misiones pedagógicas, Begoña Lobo perfiló la noción de lo que
podría ser un ‘verdadero patriotismo’: el que dota a la ciudadanía de herramientas
y medios de lectura, el que garantiza el derecho a leer. A leer, pero también a
reflexionar sobre lo leído, para lo que se necesita tiempo. Elisa Ferrer, que ya
jugaba a leer antes de saber hacerlo, nos llevó a cuestionar el consumismo
literario, ese que nos empuja a acumular lecturas a toda velocidad. Queremos más
de todo, también de lecturas, pero con esa voracidad desbocada nos quedamos
en la superficie, no accedemos al subtexto de lo leído. ¿Sabemos, entonces, leer?
Podemos formular también como pregunta el título de la primera mesa.
Ocho y siete de la mañana. Vuelvo a escuchar las aguas blancas, que, me di
cuenta anoche al meterme en la cama, no habían interrumpido su cascada: era
solo que yo me había habituado a su murmullo. Me pregunto si, al igual que el
manar de un manantial se incorpora orgánicamente a nuestro paisaje sonoro y
empieza a costarnos trabajo distinguirlo y aislarlo del resto de sonidos, nos
sucede lo mismo con las certezas: ¿cuál es el instante, de hecho, en el que una
sospecha o una aseveración que al principio recibimos con suspicacia adquiere
esa denominación, la de certeza? En una de sus prosas apátridas, Julio Ramón
Ribeyro dice: «Vivimos en un mundo ambiguo, las palabras no quieren decir nada,
las ideas son cheques sin provisión, los valores carecen de valor, las personas son
impenetrables, los hechos amasijos de contradicciones, la verdad una quimera y
la realidad un fenómeno tan difuso que es difícil distinguirla del sueño, la fantasía o
la alucinación. La duda, que es el signo de la inteligencia, es también la tara más
ominosa de mi carácter. Ella me ha hecho ver y no ver, actuar y no actuar, ha
impedido en mí la formación de convicciones duraderas, ha matado hasta la
pasión y me ha dado finalmente del mundo la imagen de un remolino donde se
ahogan los fantasmas de los días, sin dejar otra cosa que briznas de sucesos
locos y gesticulaciones sin causa ni finalidad».
Ahora, a veces, las preguntas se llaman prompts, y la verdad es algo que te
entrega una amalgama de algoritmos bautizada como inteligencia artificial. En la
segunda mesa de ayer, titulada Las formas de leer, José Martínez Rubio se
preguntaba si la irrupción de la IA es comparable a la revolución que supuso la
imprenta hace seis siglos. Ahora que podemos leerlo todo, ¿qué valor adquiere el
conocimiento? Vuelvo a Ribeyro: «Lo fácil que es confundir cultura con erudición.
La cultura en realidad no depende de la acumulación de conocimientos, incluso en
varias materias, sino del orden que estos conocimientos guardan en nuestra
memoria y de la presencia de estos conocimientos en nuestro comportamiento.
Los conocimientos de un hombre culto pueden no ser muy numerosos, pero son
armónicos, coherentes y, sobre todo, están relacionados entre sí. En el erudito, los
conocimientos parecen almacenarse en tabiques separados (...) En el primer caso,
el conocimiento engendra conocimiento. En el segundo, el conocimiento se añade
al conocimiento».
Los modelos de lenguaje que propone la IA generativa, ¿son eruditos o cultos?
Como nos recordó Belén Gopegui, esos modelos no están diseñados para
comprender, sino para acertar basándose en correlaciones y estadísticas. Las IA
no nos entienden porque ni siquiera nos leen. Pero ‘el derecho a leer’, defendió
Gopegui, ‘lleva aparejado el derecho a ser leída’. ‘La inteligencia artificial nos
quiere arrebatar nuestro derecho a afirmar, a creer en lo afirmado y a
comprometernos con las consecuencias de esa afirmación’. En otras palabras,
pretende despojarnos de nuestras certezas, por pocas que sean, e impedirnos
decidir libremente durante cuánto tiempo queremos categorizarlas como tales.
Beatriz Gallardo Paúls introdujo el concepto ‘tecnologías de la palabra’, nos
presentó a Sócrates como el primer tecnófobo y nos habló del telégrafo para
recordarnos que no todo lo trasladable tiene por qué ser trascendente. Pero las
tecnologías a las que culpamos de nuestra desorientación son, a menudo, meros
amplificadores de las grietas que se han abierto, por cabezonería o dejadez, en
nuestros modelos políticos y económicos. La IA, eso sí, alimenta el clima de
posverdad, la inestabilidad del saber y la desconfianza, y nos ancla en el
dividendo del mentiroso: sabemos que ese tuit o esa noticia pueden ser mentira,
pero qué importa, si aunque fueran verdad tampoco los creeríamos.
‘Para garantizar el derecho a leer hay que garantizar primero el derecho de los
creadores a poder seguir creando’, defendió Carmen Cuartero. La inteligencia
artificial nos obliga a repensar cada una de nuestras parcelas de acción:
escritoras, traductores, editores, dibujantes, gestoras, juristas, bibliotecarias,
algunas ya han definido su postura ante la IA. Otras leemos sobre ella, sopesamos
a contrareloj los efectos de su avance vertiginoso, mientras postergamos el
momento de hacernos la pregunta inevitable: ¿cómo me afectará esto a mí, a mi
trabajo? Pero la pregunta no desaparece solo por no mirarla; aguarda mientras los
contenidos digitales se desvalorizan y los derechos de autor buscan una nueva
ubicación dentro de todo este meollo. ‘Estamos a tiempo de desarrollar la IA de
forma ética y responsable’, dijo Cuartero. Hagamos lo que podamos, que puede
ser, en un principio, atrevernos a enfrentar las preguntas que más miedo nos dan.
Las marisabidillas, las sabiondas, las listillas de la clase. Las chicas raras, como
las llamaba Carmen Martín Gaite, o les plenes de seny, que decía Ausiàs March.
Las mujeres que leen son, han sido siempre, peligrosas: nos lo hizo ver ayer Puri
Mascarell en su introducción a la tercera mesa, Poder leer. ‘El acceso de las
mujeres a la lectura es, a mi entender, el indicador más fiable de la libertad social’,
afirmó Mascarell. Y lo ejemplificó Vicky Molina Gómez con su relato firme y
orgulloso de la España rural y despoblada, que no vaciada, y de las mujeres que la
habitan. ‘La despoblación empieza con la huida de las mujeres’, dijo Molina, y, por
tanto, es esencial ‘convertir los pueblos en lugares amables’, en hervideros de
cultura. Llenarlos de libros, de teatro, de cine, de danza, de música. Descentralizar
y esparcir los focos culturales para estrechar las brechas de la desigualdad,
porque, como dijo Molina, ‘para que podamos ser iguales en todos los territorios
tenemos que tener acceso a la lectura’, a la cultura, al arte.
En España hay casi cinco mil bibliotecas públicas y muchas de ellas están,
precisamente, en entornos rurales. Pero la biblioteca que aparece en nuestra
mente cuando pensamos en la palabra ‘biblioteca’, con sus centenares de
anaqueles, referencias bibliográficas actualizadas y secciones por géneros
literarios o franjas etarias, aún falta en muchos sitios, limitando así el acceso de
ciertas comunidades a la lectura. Asunción Maestro nos recordó que la fragilidad
de las bibliotecas es, al mismo tiempo, su fortaleza, porque de un modo u otro sus
bibliotecarias apasionadas siempre se las apañan para llevar sus libros a todas
partes, incluso a las prisiones, esas instituciones que relegamos a la invisibilidad y
en las que nunca sabemos bien qué sucede. Allí también hay que defender el
derecho a leer.
Y aparejado al derecho a leer, el derecho a comprender lo que se lee. Víctor
Vázquez se preguntaba por qué hoy en día los y las alumnas tienen más
dificultades que hace dos décadas para descifrar los textos y acceder a su
significado profundo. Las cámaras de eco, el bloqueo a la distancia de un botón,
los espacios de socialización extremadamente segmentados podrían estar
relacionados con la mengua en la comprensión lectora, que sospecho que no solo
se ha abierto paso entre los nativos digitales, sino en todos y todas nosotras.
¿Podemos leer, y cómo podemos leer? ¿Estamos dispuestas a leer al otro desde
una visión plural y democrática, a cuestionar nuestros propios sesgos tanto en lo
digital como fuera de las pantallas?
Si este claustro se ha convertido en la casa del diálogo, ayer la Floresta fue, a la
hora del crepúsculo, la morada de la poesía. Berta Piñán y Mario Obrero nos
demostraron que los árboles y las flores también hablan, claro que hablan. Su
murmullo acompañaró a unos versos que, a su vez, acompañaban o más bien
canalizaban la memoria de hermanas, madres, abuelas, amantes, vivos y muertos.
Anoche la poesía defendió los derechos lingüísticos con palabras bellas en
múltiples idiomas, y todos las entendimos sin necesidad de diccionarios.
En la creación siempre debería existir el derecho a la radicalidad. La radicalidad es
un concepto que muta con el tiempo y por eso hoy nos parecen mojigatos libros
que hace trescientos años se quemaban en la hoguera. También adquiere tintes
distintos la radicalidad en función de la ignorancia, y por eso hoy hay quienes se
reservan el derecho a retirar de la circulación de bibliotecas ciertas publicaciones,
y lo justifican con motivos falaces y profundamente necios. Las tiranías queman
libros; las democracias los protegen, o deberían protegerlos. Esta mañana, gracias
a la conferencia de Ignacio Aymerich, hemos podido reconocernos como
comunidad extendida, esa en la que, gracias a la lectura y a otras manifestaciones
artísticas y culturales, tiene lugar una red infinita de diálogo. Nos hemos
preguntado si la vida cultural está o debería estar por encima de la vida política y
cómo deberían relacionarse las democracias con los agentes de la cultura, si
habría de ser una relación jerárquica y quién debería ocupar la posición
dominante. Aymerich nos ha animado a preguntarnos qué es la cultura en un
sentido amplio y cuántas acepciones específicas podemos atribuirle, porque ese
es el paso previo para determinar qué aspectos de la vida cultural de la ciudadanía
han de ser promocionados y garantizados por el Estado. En palabras de Aymerich,
‘es deber del Estado fomentar la participación en la vida cultural, pero los Estados
contemporáneos no hacen honor a ese deber’. Mientras seguimos
preguntándonos y definiendo cómo tomaremos partido, hagamos como el librero
de Castelló y ‘no seamos cobardes: leamos’.
Y quien no lee, ¿por qué no lee? A lo largo de las jornadas se ha señalado a la
falta de tiempo como razón capital para no leer. En la cuarta y última mesa, Cifras
y letras, Luis González añadió un motivo más para la no lectura: el sentimiento de
exclusión de las personas que piensan que leer no es para ellas. En este diálogo
los datos han adquirido volumen y emoción gracias a los ponentes, que los han
interpretado. Hemos comprendido que los datos sobre la lectura son necesarios,
en primer lugar, para establecer las direcciones de las políticas públicas a corto y
largo plazo. También, como decía Carmen Amoraga, para compararlos con
nuestros propios datos de antaño. O con los posibles datos europeos, como
reivindicaba Laura Guindal. Finalmente, tal y como exigía Alicia Sellés, hay que
comparar los datos de la lectura y el dinero que se destina a fortalecerla con el
invertido en otras políticas culturales o pseudoculturales, algo imprescindible para
entender qué se valora y se fomenta a nivel gubernamental y qué entendemos por
desarrollo. Porque quizás sea hora de replantearnos si el PIB es su indicador más
importante.
Durante estas dos jornadas hemos convivido y dialogado personas de los mundos
de la literatura, el derecho, la educación, la gestión o la política. Hemos roto con la
tradicional endogamia poniendo la mente y el cuerpo, porque estoy segura de que
todas somos un poquito más conscientes de él después de recuperarlo, gracias a
las palabras de Nadia Hafid, como sujeto de lectura. Venimos de ámbitos diversos
entre los que se han abierto vasos comunicantes que ahora nos corresponde
mantener despejados, para que las preguntas y las ideas puedan seguir circulando
en la mayor cantidad de direcciones posible. Esta pluralidad de voces y miradas
se entreteje con el hilo de la pasión por la lectura y de sus frutos: el
cuestionamiento, el debate, el desarrollo del pensamiento crítico.
Con tanta alusión a las preguntas ya se me habrá visto el plumero: efectivamente,
como Ribeyro, soy consciente de que la duda ‘es la tara más ominosa de mi
carácter’. Pero hace poco mi hermano Nadal, matemático y estadístico y por tanto
un adepto de lo cuantificable, y también estudiante de filosofía y una de las
personas con mayor capacidad de introspección y clarividencia que conozco, me
dio una clave para que la duda no me ate, para que la sucesión constante de
preguntas abra puertas en lugar de atrancarlas. Nadal me dijo: «está bien dejar la
opinión final en suspenso, pero también está bien tener una para el mientras tanto.
Nunca vamos a saberlo todo, y sin embargo actuamos en el ahora».
Queda mucho por preguntarnos, por respondernos y, por supuesto, por actuar,
por aplicar, cada uno desde su campo de influencia y con las herramientas de que
dispone. Y ojalá el año que viene podamos reunirnos de nuevo y contarnos qué ha
ido a mejor y dónde podemos seguir esforzándonos. De momento, y con todo lo
escuchado y compartido aquí estos días, creo que podemos suspender los signos
de interrogación, aunque sea durante unos instantes, y afirmar, con claridad y
vehemencia, que sí: leer es un derecho.
Viver, 21 de junio, cuatro y cuarenta y cuatro de la tarde.
Muchas gracias.
Irene Rodrigo Martínez